Al llegar al cruce de Los Toros con Vicuña Mackenna, un caballero mayor me hizo una seña desde el paradero. Detuve el bus, abrí la puerta, y él subió sin decir una palabra. Llevaba un sombrero algo gastado, y su mirada parecía perdida. Asintió apenas con la cabeza al subir, y yo continué mi ruta habitual.

La noche avanzaba, tranquila pero densa. El último tramo estaba cerca, ya solo faltaban unos minutos para llegar al patio donde finaliza el recorrido. En el trayecto no volvió a subir ni bajar nadie. Solo el silencio, el zumbido del motor y ese pasajero callado.

Fue al llegar al paradero final, cuando detuve el bus como siempre, que noté algo extraño: el hombre no se había bajado, ni había tocado el timbre. Giré la cabeza para avisarle que era la última parada, pero no había nadie.

El asiento donde iba estaba completamente vacío. Revisé el bus entero. Nada. Nadie. Como si nunca hubiese subido.

Me quedé helado, con el corazón latiendo más fuerte de lo normal.

Hasta el día de hoy no tengo explicación. Solo sé que aquella noche no fue como cualquier otra.

Porque esa vez, alguien subió al bus. Pero nunca bajó.

Autor: Carlos Sánchez / STU