Entre tantos rostros, había uno que se volvió familiar. Una chiquilla con pinta de estudiante, delgada, mochila llena de parches, siempre apurada pero con tiempo suficiente para saludar: "Hola, tío". Casi siempre a la misma hora, en Sótero del Río.
Un día la vi distinta. El pelo rapado, la mirada apagada. Su tristeza decía más de lo que ella misma estaba dispuesta a contar. No pregunté nada, pero supe que estaba peleando una batalla dura. Las semanas pasaron y seguía viéndola, aunque sin la chispa de antes. A veces con audífonos, otras mirando por la ventana, como si buscara respuestas en el reflejo del vidrio.
Hasta que un día dejó de aparecer. Meses sin verla. Y aunque uno no conoce a todos los pasajeros, igual se preocupa. Al final del día, somos personas llevando personas.
Hace un par de días, ahí estaba de nuevo. Su pelo empezaba a crecer y en sus ojos había algo distinto. Me miró directo y me regaló una sonrisa. No dijo nada, pero no hacía falta. Parece que va ganando la batalla.
Autor Anónimo / SUBUS